II
Cerrar el pestillo. Puede parecer un pequeño gesto,
y lo es, pero en la situación en la que mi clase y yo nos encontrábamos, la
sensación de seguridad que nos proporcionaba era inexplicable. Como si un campo
de fuerza invisible cubriera esas cuatro paredes llenas de mesas y sillas
verdes. Ya nada podía pasar, podíamos estar tranquilos. De momento.
—Pero, ¿todo esto es por una pelea?—preguntó
Marta con su común y molesto tonito.
—No era una pelea—respondió Richar—, uno de ellos
le ha arrancado parte del cuello al otro de un bocado. ¿Dónde estabas? Para no
verlo…
—Bueno, bueno. La hablas mejor, chaval—saltó
Carlos, bajando unos humos que no había por parte de Richar. Haciéndose el
caballero sin una dama ofendida.
—¡Solo le estaba informando, gilipollas!
—A ver si te vas a llevar una hostia, Richi—uno de los perros de Carlos,
Jaime, salió a la defensiva sin necesidad de que su amo le indicara nada.
—¿Cómo dices? —mi amenazante amigo lo había
entendido a la primera.
—No sabemos el tiempo que vamos a permanecer
aquí, así que lo mejor será que nos tranquilicemos un poco, chavales—dije en
tono general pero mirando al musculitos del polo con el cuello levantado y a su
mascota, vestida con otro que cubría un cuerpo más delgado.
Carlos emitió una fuerte carcajada.
—Pero, ¿quién coño te crees que eres, pringao? ¡A
mí no me das órdenes!—Carlos saltó a algo que, de nuevo, él mismo estaba
exagerando.
—¡Eso, capullo!—dijo Jaime alzando la voz.
No sé si fue por orgullo o porque Alma estaba
presente (seguramente una combinación de ambas), pero no pude aguantar
responderle.
—Creo que soy alguien con más cabeza que tú. Algo
que no es difícil.
El silencio se prolongó por unos segundos que
parecieron años. La mente de Carlos aún estaría procesando la información.
—Te vas a arrepentir, payaso—amenazó Jaime
bajándose de la mesa en la que estaba sentado.
—No—le frenó Carlos extendiendo el brazo a modo
de barrera.
El dueño de Jaime pasó su mano por el pelo
castaño claro de la parte superior de su cabeza, que contrastaba con el casi
rapado de los lados, y me dedicó una mirada asesina acompañada de un apretón de
mandíbula. Se fue acercando hacia la mesa en la que estaba yo. Echó el codo del
brazo derecho hacia atrás para coger carrerilla en el golpe final. Pretendía
esquivarlo, ya que bajarme de la mesa había pasado de ser una opción y,
enfrentarme a él, por mucho que me hubiera gustado partirle la otra ceja, sería
una derrota asegurada.
Carlos se dirigía a realizar su último movimiento
cuando el empujón de otro castaño le hizo caer contra una mesa y, finalmente,
desplomarse en el suelo. Richar no podía permitir aquello. El del suelo levantó
la mirada para dedicarle un bramido taurino a mi amigo y telepáticamente ordenó
a su secuaz que se uniera a la disputa.
Mientras todo esto ocurría, los demás compañeros
de Literatura no se movían. A parte de los cuatro metidos en aquel estúpido
evento, Fer (que decidió no entrar, algo por lo que no le culpo), la
indiferente Marta y Alma, Marcos y Dani observaban la escena sin decir nada, cada uno a un lado del campo de batalla.
El primero de los dos era un chico solitario,
rechazado por casi todo el mundo. Gordito, con unas gafas que le hacían los
ojos aún más pequeños, pelo largo y graso y múltiples granos pajilleros
decorando su cara. Llamado por muchos BigMarc,
por la famosa hamburguesa. Un chiste creativamente cruel, sin duda. Por otro
lado, Dani era más social. Un buen chaval de pelo oscuro como yo, al igual que
de complexión. Quizá un poco más alto. Hacía de espectador pero sin intenciones
de intervenir. Sabía que si lo hacía acabaría recibiendo por algún lado.
En realidad sí que había una persona que se movía.
Temblando en una de las esquinas de la clase, la más alejada de la puerta y más
cercana de la ventana, se encontraba Claudia, que no paraba de mirar el móvil.
Estaría hablando con alguien o buscando una distracción que le hiciera olvidar
aquel horripilante suceso en la pista de cemento. Lo único que se podía ver de
ella desde nuestra situación era el brillante cabello rubio que le llegaba
hasta donde el cuello pasa a ser espalda. La verdad es que era bastante mona.
No tenía un cuerpo espectacular, pero su no muy alta estatura y sus claros ojos
azules la convertían casi en una muñeca. Es más, hablaba lo mismo que una. Las
únicas palabras que había llegado a intercambiar con ella fueron preguntas
sobre la hora que era, a las cuales respondía rápido y en bajo, como con miedo.
Aunque para miedo, el que tenía en esa clase del bloque de secundaria y
bachillerato, encerrada con otros cuatro que parecían tener ganas de tonterías
tras lo sucedido.
Me levanté rápidamente al ver las intenciones de
Jaime, esta vez para enfrentarme, no podía dejar que me defendieran siempre.
Fue entonces cuando ella habló.
—Peleándoos no vais a llegar a ningún lado.
Deberíamos estar atentos a lo que ocurra fuera y esperar a que nos digan qué
hacer—dijo Alma tranquila.
Todos la miramos. Especialmente Carlos, al que
dejó cautivado.
—Quizás tengas razón—levantó las manos como si de
un atraco se tratase y sonrió—. No nos volveremos a portar mal. ¿Verdad,
chicos?
Vaya baboso. En cuanto Alma se dirigió a la
esquina a tranquilizar a Claudia, Carlos me dedicó una mirada de asco, pero la
cosa no volvió a pasar de ahí. Menos mal. Ya habría suficientes temas de los
que preocuparse.
◊◊◊
Había pasado una hora desde que nos encerramos. Lo
único que se oía en aquella sala eran algunos susurros y comentarios de vez en
cuando. Se nos vería tranquilos por fuera, pero cada uno se dedicaba a los suyo
buscando calmar la inquietud que le dominaba por dentro.
Marta estaba siendo víctima de la ridícula forma
de ligar de Carlos (la que sorprendentemente le había funcionado alguna vez),
que era continuamente apoyado y reafirmado por Jaime. Tras cada “halago” u
orgulloso comentario, el silencio se apoderaba de la situación, hasta que el
fortachón retomaba la jugada. Yo no comprendía qué tenía Marta, que a todos los
tíos volvía locos. En el fondo jugaba con ellos, los tenía a su merced. Una
Medusa de pechos turgentes y ondulados cabellos castaños en vez de serpientes. Parecía
ser el único que no había caído en su hechizo alguna vez, que se daba cuenta de
aquello. Es más, sospechaba que Richar andaba tras ella.
Mientras tanto, Dani y Marcos seguían en las
mismas de antes, callados y sentados en una mesa cada uno, observando cada
movimiento que se producía en busca de acabar con el aburrimiento que les
invadía.
En la esquina más alejada del aula seguía Claudia,
esta vez con Alma sentada a su lado, que sonriente le contaba algo. Seguramente
pretendía animarla. Se me pasó por la cabeza unirme, pero lo dicho, la idea solo estaba
de paso y se marchó pronto. Habría sido una situación extraña cuanto menos.
Volví a centrarme en mis asuntos. Me había subido
a una de las mesas pegadas a la pared que daba al pasillo de clases por el otro
lado. Había un gran ventanal de un metro de altura que recorría todo ese muro
hasta la puerta situada a mi izquierda. Me dedicaba a observar lo que no
ocurría fuera de rodillas y con los brazos apoyados en el marco del cristal. El
dolor de mi hombro derecho no parecía disminuir. Richar había juntado tres
mesas frente a la que estaba yo subido y miraba el techo desde su improvisado
lecho con la cabeza posada sobre sus manos. A mi otro lado se encontraba Fer sentado
(más bien tirado) en la silla acolchada del profesor, que había movido desde su
sitio frente a la pizarra. Se había quedado con la
postura de quien acaba de hacer un gran esfuerzo y, para variar, fumaba. Mucho había
tardado.
Aunque también estuviéramos callados, aquel momento
no se parecía en nada al que habíamos disfrutado hacía ya casi dos horas. No
muy buena compañía, no muy buen ambiente y no muy buen cigarro. El tedio y la
inquietud se hacían con nosotros como gatos callejeros enjaulados.
—¿Estáis aburridos, chavales?—parecía que
Carlos ya se había dado por vencido.
—Que va, ¿no ves cómo nos estamos descojonando?—contestó
Richar sin moverse de su cómoda postura.
—Encima que venimos en sol de paz, tío. Nunca
podremos llevarnos bien así, Richi.
—Se dice “en son de paz”—le corregí sin apartar
la mirada del cristal.
—Pensaba que le ibas a corregir la manera en la
que me ha llamado, tío—dijo Richar.
—No creas que me disgusta, ¿eh?—mi sonrisa no
llegó a carcajada.
—Serás cabrón…
—Bueno, tíos, ahora en serio—interrumpió Carlos—.
Si os tuvierais que tirar a alguna de estas tres pibas, ¿a cuál sería?
Nos quedamos callados. Más que por pensarnos la
respuesta, por pasar de él. Después de lo que había pasado, o nos tomaba el
pelo o era imbécil. Me decantaba más por la segunda.
—Yo a Marta fijo—dijo Jaime en un tono salido.
—Te relajas, colega… Ya sabes cómo va el tema—le
susurró Carlos dejando clara su preferencia—. ¿Tú que me dices, esto, Richar?
—¿Vale tu madre?
El ofendido hizo ademán de ir a pegarle.
—Tranqui, tío, era coña… Posiblemente a Marta,
también.
—Mientras no lo hagas de verdad, estamos guay. ¿Y
tú?—se refería a mí.
—No es asunto tuyo.
—¿No me digas que a la morena? No es un
bellezón, pero yo si le daba lo suyo.
Me aguanté las ganas de, aprovechando mi
posición, girarme y pegarle un rodillazo en esa boca que empezaba a hablar
demasiado alto. Apreté lo dientes aun sabiendo que me seguía mirando.
—A que va a ser la rubia… —continuó—. La verdad
es que ese rollo tímido, así como de monjita, me pone bastante. Al final vais a
tener buen gusto y todo.
—¿Crees que es el mejor momento para hablar de
follar?—dijo Fer en alto con su ya típica pasividad—. Acaban de matar a un
chaval, tío, a un compañero.
Se hizo el silencio. Carlos fue incapaz de
responder nada.
—La verdad es que no entiendo qué llevó a Javi a
matar a Félix—le pegó otra calada al cigarro—. Y de esa manera—expulsó el
maloliente humo.
—Yo solo sé que Javi no vino a primera hora—intervino
Dani en la ya pública conversación—. Ni Félix sabía lo que le pasaba. Al final llegó
en Biología y les vi juntos bajando al patio, poco antes de que pasara eso.
Claudia emitió un pequeño sollozo antes de hundir
la cara entre los brazos, apoyados en sus rodillas. Alma le pasó el brazo por
la espalda y le besó un lado de la cabeza mientras le frotaba el hombro
suavemente.
De nuevo, silencio. Cambié de posición para
sentarme en la mesa y poder hablar directamente con Dani.
—¿Y no llamaron de su casa o algo?—le pregunté
mientras me apartaba para dejar a Fer asomarse por el ventanal.
—Nada de nada, tío.
Un grito ahogado detrás de mí me sobresaltó. Tras
un breve tembleque de la mesa, Fer cayó e impactó contra el frío suelo. Por
suerte, no había ninguna silla para recibirle desde donde aterrizó de espaldas.
Cuando me giré, pude apreciar la expresión de horror de mi amigo acompañada de
un temblor general. Había visto algo en el pasillo desde el que hacía unos momentos era mi puesto de vigilancia. La curiosidad pudo más que el miedo y me
asomé.
Me quedé paralizado.
Ahí estaba.
Hacía bruscos movimientos con su cuello mientras
caminaba tranquilo por el pasillo. El rojo oscuro contrastaba con el blanco de
su camiseta. Aquel rastro de sangre seca subía hasta la zona inferior de su
demoníaco rostro, el cual no podía ver con claridad. Abría y cerraba
rápidamente la mandíbula mientras miraba a todas partes. Parece que ni el
fornido profesor había podido contigo, Javi.
—¿Qué pasa, Chuli?—me preguntaba Richar,
intrigado por nuestras reacciones.
Era incapaz de responder. Seguí mirando aquella
espantosa figura casi hipnotizado.
—¡No, no, no, no, no…!—Claudia comenzó a entrar
en un estado que rozaba el pánico. Ya se podía imaginar lo que su estupefacto
compañero sin reloj observaba. Buena suerte para tranquilizarla ahora, Alma.
—¡¿Qué coño pasa, Chuli?!
No podía articular palabra alguna.
—Me cago en Dios…—Richar se levantó, acercó la
mesa más próxima al muro del ventanal y, tras darse cuenta de mi estupefacta
expresión, dirigió lentamente su mirada hacia lo que ocurría en el pasillo—.
¡Hostia puta!
El susto desencadenó una serie de actos reflejos
que, por alguna razón, hicieron a Richar golpear la transparente lámina. Me di
cuenta de que lo que creía como cristal era en realidad un duro material entre
plástico y vidrio. Pero no era el único que se había dado cuenta de algo.
Ante tal estímulo, la criatura tornó la cabeza,
que antes miraba hacia la clase cerrada de enfrente, mecánica y
velozmente. Estábamos en su punto de mira. Por un instante, pude apreciar los
nuevos rasgos faciales de nuestro excompañero. Parecía que la zona de
las pupilas se había extendido más allá del iris y, lo poco blanco que quedaba
en sus horribles ojos, estaba cubierto por múltiples capilares que lo teñían de
rojo. Comenzó a dibujar esa perversa y salvaje sonrisa, que dejó vislumbrar un
tono rojizo y restos oscuros de algo en sus dientes. Esa diabólica mueca que
tanto me había perseguido durante toda la mañana.
Se abalanzó sobre la barrera que nos separaba de
él. Desde nuestra posición podíamos ver y, más inquietante aún, oír el choque
de sus dientes, cabeza y manos contra el fino muro. Tan cerca y tan lejos de poder ser
devorados vivos.
En el fondo estábamos a salvo, pero no por ello
dejaba de horrorizarme y, de alguna manera, fascinarme todo aquello. Parecía
una de esas películas de terror barato en la que un grupo de adolescentes eran
víctimas de horribles sucesos. La diferencia era que lo que estábamos viviendo
no era ficción y que, ni mucho menos, iba a durar solamente hora y media.
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