viernes, 7 de noviembre de 2014

[La sonrisa de la muerte] Capítulo 1: CONTACTO

I


Entre la poca variedad de temas de conversación que solíamos tener, justo ese día estábamos hablando de lo que queríamos hacer al acabar bachiller. Sobre cómo sería nuestro futuro. 
Tiene gracia.


Tras dos horas de clase, nos encontrábamos en la esquina de siempre del patio, disfrutando del poco tiempo que nos quedaba de tranquilidad antes de que llegaran esos diablillos ruidosos de primaria. Los profesores de guardia en cuestión, la cincuentona de Lengua y el fortachón de Educación Física, charlaban a unos metros de nosotros y de vez en cuando fijaban la mirada en Fer disimuladamente. Este se la devolvía mientras se acercaba lentamente el porro a los labios. No sé si eran más pasivos ellos, por permitir el consumo de maría en el recinto del colegio, o la propia forma de ser de mi colega que, viendo que estos ya pasaban de él, volvía a pegarle una calada al abultado papelillo. Sabían que decirle algo no serviría de nada, así que, mientras nos quedáramos en aquel sitio apartado del patio, obviarían lo que ese joven de ropa ancha y sus dos despreocupados amigos hicieran.
¿Por qué me miran así?­—expulsó el humo de la última calada­—. Necesito las pilas cargadas para Literatura.
Para los pulmones de mi amigo Fer era más común el humo que el propio oxígeno. Se podía saber si había estado con él a través de mi olor. No parecía preocuparle a mi padre que volviera a casa desprendiendo tal peste. Aunque, bien pensado, nada le preocupaba.
Volvimos al tema en cuestión.
—A mí lo que me acojona es no tener cerca a Chuli en Selectividad—dijo Ricardo (Richar para Fer y para mí) apoyado en el grisáceo muro —. Parece que me tendré que poner a estudiar en serio para no cagarla­—rió fuertemente.
Chuli era yo. Siempre se me dio bien aprobar exámenes. Y digo “aprobar exámenes” en vez de “estudiar” porque básicamente no hacía esto último. Me bastaba con atender un poco en clase para sacar notazas. Alguna virtud debía de tener. Esta en especial me llevó a entablar una fuerte amistad con Fer y Richar.
Todo comenzó hacía tres o cuatro años, cuando, en una prueba, unos compañeros a los que siempre había preferido evitar empezaron a preguntarme sobre las respuestas. No sé si fue por pena o por una recién descubierta faceta altruista, pero les ayudé siempre que pude. Estos compañeros me rebautizaron como “Chuleta” por razones obvias, apodo que mutó a Chuli. Comenzamos a juntarnos en los recreos y más tarde fuera de clase, forjando el trío que, años más tarde, seguiría su rutina de picardía en los exámenes, porros y conversaciones banales.
—He oído que las pruebas de acceso a la universidad están tiradas—dije—, ¡así que vas a suspender como un cabrón!—me reí mientras recibía un puñetazo en el hombro.
No se le daban bien los estudios, pero Richar no era para nada tonto. Era un tío listo, con mucha cara y con bastante éxito entre las chicas. A pesar de sonar como el perfil del típico chulo con una hostia en la cara, este no era el caso. Se había ganado un respeto en nuestro humilde instituto público gracias a su carisma y los grandes balones medicinales que tenía como huevos. Tanto si se peleaba como si intentaba ligar, siempre triunfaba. Único en su especie, sin duda.
Tras reír durante un rato mi ocurrencia nos quedamos en silencio. Ausentes pero conscientes de lo bien que se estaba en ese preciso momento. Buena compañía, buen ambiente y buen porro. El sol de finales de septiembre que contrastaba con el fresco mañanero sentaba genial tras una hora de Historia de España y otra de Geografía. Disfruté de aquellos minutos sin tener ni idea de que pasaría mucho tiempo hasta que volviera a gozar de algo igual.

◊◊◊

Faltaban diez minutos de recreo para volver a encerrarnos y morir de aburrimiento a manos de Literatura Universal. Era la última asignatura que me apetecía dar después de las dos de esa mañana, de un nivel de coñazo similar. No pensábamos hacer otra cosa que vegetar durante el poco tiempo que quedaba, pero algo nos obligó a movernos de nuestra zona.
—¿Qué coño pasa ahí?—se preguntó Richar señalando el centro del patio.
Hacía un rato que sobre la pista de fútbol había comenzado a juntarse toda la gente de bachillerato en un gran corro, probablemente siendo testigos de algo interesante que estaba pasando. Los profesores de guardia se dirigieron rápidamente hacia allí (por lo menos el de Educación Física). Entre que la paz se había acabado cuando los niños de primaria empezaron a salir y la curiosidad nos mataba por dentro, decidimos ver que ocurría.
Adelantamos a la rechoncha profesora mientras me fijaba en la mierda que tenía la chaqueta Adidas negra de Richar. Siempre permanecíamos en nuestra esquina, y siempre se le olvidaba lo que manchaba esa condenada pared de yeso que separaba el recinto del colegio de los bloques residenciales pegados a este. Algún defecto tenía que tener.
Llegamos a la aglomeración de alumnos. Desde atrás no podíamos ver nada, pero sí se oía lo que parecía ser una pelea. Golpes, el roce de la ropa contra el  irregular suelo cemento y múltiples quejas. No parecía ser una discusión, uno de ellos era la víctima. Aun así, debía verlo para estar seguro. Me hice paso entre la gente y, gracias a mi altura, no necesité estar en primera fila para ver a dos chavales de mi curso, de segundo, forcejeando a ras del suelo. Lo curioso de la situación era que recordaba a esos dos compañeros siempre juntos, sin nadie más. No se relacionaban mucho con los demás, eran un tándem, buenos amigos. Pasé la mirada por los excitados, asustados e indiferentes espectadores buscando a alguno con la iniciativa de separarles. Había que parar aquello.
Nadie.
Di un paso hacia delante con mi objetivo muy claro hasta que la vi. Llevaba un fino jersey azul claro con mangas que sobrepasaban sus muñecas, y esa larga y negra melena suya recogida en una alta coleta que dejaba un largo mechón a modo de flequillo. Observaba la escena con las manos en la boca y sus grandes ojos verdosos abiertos a más no poder. Alma. Hasta asustada estaba guapa.
Olvidando mi propósito, comencé a recordar algunos momentos de mi infancia.
Estaba jugando al “pilla-pilla” con algunos niños de los cuales ya no recordaba ni el rostro. En una de mis intrépidas huidas lanzándome por el tobogán, observé como una chiquilla de pelo oscuro se acercaba con la cara roja hacia los columpios. Juntando sus pequeñas manos y tartamudeando, nos preguntó si podríamos dejarla jugar con nosotros. Uno de mis aleatorios amigos se burló de la pobre niña. “¡Es que no dejamos jugar a los tomates!” dijo el pequeño cabrón. La chica inclinó aún más la cabeza hacia abajo mientras su rostro pasaba de rojo claro a bermellón. Parecía que iba a explotar. Giró sobre sí misma lentamente con intenciones de marcharse de aquella bochornosa situación. Le agarré del brazo.
—Ni caso. Puedes jugar con nosotros si quieres—le dije con una amplia sonrisa—. Pero con una condición…—situé mi dedo índice a unos centímetros de su perpleja expresión—. ¡Tú la llevas!
Le di un suave toque en la nariz y salí corriendo mientras reía a todo pulmón. Ella dibujó una gran sonrisa mientras se frotaba el ojo del que había estado a punto de salir una lágrima momentos antes. Ya me encontraba a unos metros de distancia.
—¡Si pillas a alguien tienes que decir su nombre en alto! ¡¿Cómo te llamas?!
—¡Alma!
—¡ALMA!
Desde entonces, nos encontraríamos todas las tardes en ese parque (situado cerca de mi colegio-instituto y de nuestras casas) ya fuera acompañados o solos.
Hubo una vez que incluso vino al patio de mi bloque, donde intenté impresionarla escalando por unos rosales que daban a la ventana de mi cuarto. Entonces llegó ella. Esa vieja bruja. La señal de que la diversión se acababa. La abuela de Alma, que hablándole igual de mal que siempre, la regañó por no encontrarse en el parque y estar a solas con un chico. ¡Teníamos siete años, por Dios! Mi amiga le miraba con la cara de un cachorro que, tras experiencias anteriores, observa a su dueño alzar un rollo de periódico. Me aguanté las ganas de protestar enfadado mientras se la llevaba del brazo. La chiquilla giró la cabeza para lanzarme una mirada de “lo siento”. Fue la última vez que la vi.

◊◊◊

 Era el primer día de tercero de la E.S.O. Me encontraba tirado en una de las butacas del pequeño salón de actos del instituto. Escuchaba qué compañeros tendría ese año con la misma indiferencia que el anterior. Un tal Ricardo Martín… el gilipollas insoportable de Carlos López… el chaval de los porros a la salida, Fernando Rosas… la zorra de Marta Romero… una Alma Blanco… ¿Cómo? No era un nombre muy común. ¿No se llamaba así aquella chica que…? Esperé a cruzármela al salir de allí.
Efectivamente, era ella. Había cambiado muchísimo (para mi mente adolescente MUY para bien), pero seguía conservando aquellas adorables pecas y sus brillantes ojos verdes. Me puse nervioso solo de pensar en la opción de saludarla, arriesgándome a que no me reconociera. Caminaba inquieta, como pisando territorio enemigo (aquello volvió a confirmarme que era ella), a la vez que una compañera le contaba algo sobre su nuevo horario. Mientras barajaba si empezar con dos besos o con un abrazo, ella ya se encontraba a menos de un metro de mí. Me miró. Me acerqué temblando, pero cuando despegué los labios para saludarla, ya estaba mirando a Carlos, que al ver nueva carnaza tenía que ser el primero en establecer contacto. Jodido Carlos.
Fueron pasando los años y lo único que intercambiábamos eran miradas. Miradas como las que cruzábamos en aquel momento, cada uno a un lado de ese ring improvisado en la pista de cemento. Me moría de ganas de hablar con ella.
Una salpicadura de sangre me hizo volver a la Tierra.
Sangre. Eso había llegado demasiado lejos.
Un grito de horror general me sobresaltó. Con un gesto heroico, el musculado profesor de guardia había apartado a un grupo de morbosos alumnos con las mismas intenciones que había tenido yo unos segundos antes. Ahora se encontraba agarrando con fuerza los hombros del chaval de encima. Al haberlos separado de cintura para arriba pude ver con claridad lo que había provocado ese griterío y esa mancha en el suelo.
El chico que yacía tumbado tenía el cuello totalmente destrozado. La espesa sangre que resbalaba por la barbilla del agresor me hizo caer en una horrible conclusión. Le había arrancado la nuez de un mordisco.
Era la imagen más perturbadora que había visto en mi vida.
Varias personas comenzaron a vomitar mientras que, con cada latido, un estallido de casi negro fluido saltaba de la garganta de la víctima, cada vez a un ritmo menor.
Todos comenzaron a correr, a gritar, a empujarse unos a otros. Yo no me podía mover. Estaba temblando de horror, pero algo dentro de mí me obligaba a saber lo que había provocado aquello. Dejé de mirar la grotesca fuente, ya casi parada, y observé al enfermo que había hecho tal barbaridad. El hijo de puta me estaba mirando, con una sonrisa diabólica y unos ojos aún más horribles. Daba mordiscos al aire frenéticamente mientras intentaba liberarse del profesor, que le agarraba por detrás con mucha más fuerza que antes.
Estaba mirando el rostro de la misma demencia.
—¿Qué coño haces? ¡Nos tenemos que ir!—Richar tiró de mi fina sudadera de forma que casi la rasgó, cosa que no me habría preocupado en tal situación—. ¡¿Me oyes?!
Sin apartar la vista de aquel monstruo, comencé a caminar a donde me dirigía mi colega.
—¡SUBID TODOS A VUESTRAS RESPECTIVAS CLASES Y NO SALGÁIS HASTA QUE NO OS DIGAMOS NADA!—nunca había visto así a la tranquila profesora de Lengua—. ¡YA ME HABÉIS OIDO!
Aquello se convirtió en una estampida de estudiantes dominados por el pánico.
Todavía no era consciente de lo que ocurría. Fue todo muy rápido. Recuerdo cosas sueltas, como ver a los más fuertes empujando a los más lentos o a algún pobre niño de primaria recibiendo patadas y rodillazos de los mayores por culpa de su curiosidad.
En definitiva, cada uno estaba preocupado de salvar su propio culo, cometiendo actos cuanto menos despreciables. Y aún no había visto nada.
Me pareció oír una fuerte queja del profesor. ¿Le habría hecho algo aquel ser con apariencia de persona? No teníamos tiempo ni interés en comprobarlo. Nuestro objetivo ahora era llegar al aula donde dábamos Literatura Universal y, cuando estuviéramos los diez alumnos reunidos, cerrar la puerta con pestillo. Suponía que los profesores ya estarían al tanto de la situación por entonces y se encerrarían en sus respectivos departamentos o en las clases donde estuvieran en ese momento.
Corrimos como condenados, pero esperando y animando de vez en cuando a Fer. El tabaco y la maría le pasaban factura y no tenía un cuerpo muy atlético. Unos pocos kilos menos y se quedaría en los huesos. Por el contrario, Richar y yo, de complexión similar, podíamos haber llegado del tirón.
Era la tercera vez que frenábamos para ponernos al nivel de nuestro colega. Ya nos encontrábamos subiendo hacia las clases. Me giré en la primera planta, a un metro de la continuación de las escaleras que llevaban hasta la segunda, para revisar la situación de Fer entre toda la multitud que subía. Fue entonces cuando un chaval el doble de grueso que yo, cegado por el miedo, impactó contra mí. Su hombro golpeó fuertemente mi pecho, dejándome por un momento sin respiración y empujándome hacia atrás. Al caer, recibí el golpe entre el primer escalón y la zona del omóplato derecho con un alarido lastimero. El dolor era insoportable. El hecho de que, en vez de disculparse de alguna manera, ese cabrón gritara “¡Aparta, joder!” incrementó la sensación de rabia e impotencia. La gente en situaciones límite puede llegar a ser muy rastrera.
Una mano se extendió frente a mí. Era Fer, que aun respirando con dificultad y sudando la gota gorda, no podía dejar a un dolorido Chuli tirado en medio de esa locura. Gracias, amigo. Le agarré de la mano y, en el momento que hice fuerza para alzarme, un potente calambre atravesó mi brazo derecho. Cómo podía pretender levantarme impulsándome con el lado jodido. Rectifiqué cambiando al brazo izquierdo mientras maldecía a aquel hijo de puta. Esa hostia me iba a fastidiar durante un buen tiempo.
Llegamos al pasillo de clases de la segunda y última planta. Algunas aulas ya estaban cerradas, mientras que en otras algunos alumnos alterados gritaban a los rezagados que quedaban por entrar. Hasta ese momento no me di cuenta del ruido que causaba tanta gente asustada en un pasillo de unos quince metros de largo (con tres clases a cada lado) y poco más de tres de ancho.
Entramos en la sala en la que solíamos dar Literatura Universal los que no nos llevábamos bien con Francés. No éramos los últimos, pero tampoco de los primeros. Allí ya estaban seis de los diez alumnos, la mayoría jadeando o temblando.
—Ya era hora, maricones—dijo Carlos.
Tenía que ocurrir toda esta mierda en Literatura Universal, joder.
—¿Queréis cerrar la puerta ya?—protestó la zorra de Marta.
Tenía que ocurrir en Literatura Universal.
Fer se dirigió (a su ritmo) hacia la puerta. Le frené.
—Espera, aún falta alguien—sabía perfectamente quién faltaba.
Dos segundos después de que hablara, tras unos rápidos pasos que se hacían oír en el ya no tan ruidoso pasillo, atravesó la puerta y frenó en seco al vernos a todos. Cerró la puerta tras de sí, sonrojada.
—Lo siento, chicos.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero ya no me importaba tanto que tuviera que ocurrir en Literatura Universal.

FIN DEL PRIMER CAPÍTULO

4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. ¡Muchas gracias! Espero no seguir así, ¡sino mejorar! :)

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  2. Tienes mi dies. La MH me la dejo para cuando acabes la historia jeje. No sabia que escribias asi de bien, estare al tanto del prox chapter! Y animo con ello que la trama me parece muy interesante

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